la mujer portuguesa

Se salía el jueves. De hecho era el mejor día porque partías de un estado de energía difícil de superar. El viernes era un poco por obligación, porque ya no tenías cuerpo para nada. Es ese tipo de culpabilidad que desaparece con los años al rechazar un plan, pero por aquel entonces no era una opción. El sábado era para los profesionales, los del hat-trick.

Mi primer jueves fue una especie de rueda de reconocimiento. Por supuesto, nada de salir a cenar. Te pasaban a buscar y ya tenías que estar cenada y lista, porque la noche iba a ser larga y además no tenías coche, con lo que cualquier posibilidad de regresar por tu cuenta o de escabullirte en algún momento, pasaba a ser casi imposible.

A las once en punto estaba montada en aquel coche con un casi-desconocido. Y digo casi, porque una de mis mejores amigas del colegio le conocía y le había encomendado la misión de llevarme, de enseñarme, de presentarme y de devolverme sana y salva. Y si no confiamos en los amigos de la infancia, no sé en quién vamos a confiar. Así que sin dudarlo, me aventuré a conocer la ciudad y la noche con aquel ya casi-conocido a bordo de su “bala plateada”. No se me ocurre peor nombre para un coche. No se me ocurre un buen nombre para un coche, de hecho. Pero la bala, incapaz de superar los 80 km/hora a duras penas, con su gotera inoportuna y con sus ocho grados interiores debidos a la falta de una de las ventanas triangulares traseras, tenía algo que ya hubiesen querido muchos grandes coches. Nada más sentarnos, colocó su radio-casete extraíble marca Kenwood que de alguna manera había cableado y conectado a unos altavoces que hacían que aquello fuera lo más parecido a estar en un concierto.

La encendió y comenzó a sonar una canción: La mujer portuguesa. Yo no había escuchado nunca a “El Niño Gusano” y la letra de aquella canción no tenía ningún sentido para mí, pero de alguna manera comenzó a postularse como un himno de nuestras noches.

Cuando aparcábamos la bala, nos dirigíamos cada noche al mismo pub, donde nos separábamos cada uno en busca de sus amigos, de compañeros de clase, de baile o de barra. No éramos más que partenaires de viaje que compartíamos una canción. A última hora regresábamos al coche, sacábamos con cuidado la radio del asiento inferior donde la habíamos escondido, volvíamos a colocarla, a conectarla a los altavoces y subíamos a la zona universitaria. Siempre el mismo ritual. En los nueve kilómetros de trayecto, muchas veces nos reíamos con las anécdotas de la noche, me contaba acerca de algún ligue, a veces llorábamos (yo más que él) y muchas, muchísimas, nos limitábamos a escuchar la música en silencio.

Con el tiempo cambié de casa y ya no necesitaba hacer aquellos nueve kilómetros, ni la bala. Tampoco tenía con quien llorar y acabar riendo, ni alguien que me llevase, me enseñase, me presentase y me devolviese sana y salva. Pero lo peor es que no tenía con quien escuchar La mujer portuguesa y su letra sin sentido.

Algunos años más tarde entré en una tienda de Madrid a comprar un disco y ahí estaba él. No en la tienda, sino en el disco. Probablemente un día la bala dejó de funcionar, o quizá robaron la Kenwood a través de esa ventana trasera que jamás llegó a reponer. Y entonces, decidió poner él la música.