batallas

Siempre me ponen muy nerviosa las batallas en las películas. Todo comienza con un orden aparente. Dos grupos enfrentados en la distancia con una formación militar rigurosa, perfectamente planificada. Todo el mundo conoce su posición. Fila 1: Los valientes y los que saben amedrentar con la mirada o los dientes van siempre delante. Fila 9: La escolta, el refuerzo final para cuando faltan fuerzas. Por el medio, todo un batallón de héroes que a menudo pasan desapercibidos o les pasan por encima, no hay término medio. Desde un plano cenital se ven dos líneas paralelas perfectas que aparentemente jamás se cruzarán. O eso es lo que nos enseñaban en geometría.

De pronto se rompe el silencio y la tensión contenida y, como en una carrera ilegal de coches ante la señal de comienzo, todos se abandonan a un estado de enajenación descontrolada y corren despavoridos, espada y escudo en mano, o lanzas, o lo que haya. Y gritando, gritar mucho es importante. La actitud es el ochenta por ciento. Aun así, no puedo evitar pensar que cuando corro, bastante tengo con respirar. No quiero imaginar tener que dejar el pulmón en el esfuerzo de acongojar a mi contrincante.

Comienza entonces un caos donde agilidad y destreza compiten a un ritmo que soy incapaz de seguir. Miles de personas en una lucha encarnizada y desordenada donde es imposible adivinar si el ataque será frontal o traicionero, si una flecha atravesará el cielo para terminar atravesando un corazón o si un error provocará el desenlace más inesperado.

Lo más sorprendente es que en esas batallas todos parecen saber qué hacer en cada momento. No necesitan instrucciones, ni a nadie que dirija la contienda. Combaten ajenos a lo que ocurre a su alrededor y durante unos instantes, olvidan a sus amigos y también a sus enemigos. Bastante con respirar.

Me hace pensar en una de esas frases manidas que suelo detestar a menudo: Cada persona libra su propia batalla.

Desde luego que la libra, pero la mayoría de las veces nos importa un pimiento porque nos centramos en el fragor de la nuestra. No hablo de la enfermedad, ahí entra en juego otro tipo de guerra. Me refiero a batallas contra la soledad, contra la edad, contra el peso de la rutina, contra el desamor, contra el fracaso, contra la inseguridad, contra los sueños que no serán, contra la frustración, contra el miedo. Batallas silenciosas que envenenan. Regalamos instantes solidarios pero acotados, porque para sobrevivir, el dolor ajeno nos pesa demasiado. Conversaciones moderadas por relojes de arena invisibles.

La mayoría de héroes combaten en filas intermedias. Y no gritan.

Bastante con respirar.

Esta mañana estaba en Gijón por trabajo y tenía reuniones ubicadas en extremos opuestos de la ciudad. El navegador me proponía un paseo de treinta minutos por la costa mientras que la opción b pasaba por enfrentarme a tráfico, búsqueda de aparcamiento y algún posible despiste. Porque mi orientación es nefasta y aún así, tiendo a creer que el GPS se equivoca y tomo decisiones por él. Total, treinta minutos. Así que sin dudarlo, he optado por caminar en un maravilloso día soleado de otoño y ver el mar, que siempre alegra un lunes.

Llevaba más de veinte minutos caminando cuando me he dado cuenta de que no me había enterado de nada. Iba con el paso demasiado ligero, la cabeza centrada en lo que me no me deja dormir, en algunas preocupaciones y en otras cosas sin importancia, con la vista entornada hacia el frente pero sin mirar a ninguna parte obviando que, a mi derecha, la playa de San Lorenzo me regalaba un momento indescriptible. Caminando con el teléfono en la mano, agarrado bien fuerte, como si fuese a llegar el mensaje más importante o la llamada más esperada y no fuese a enterarme si lo guardaba en el bolso. Olvidando que los mensajes esperan y que las llamadas se pueden repetir, incluso devolver.

No me gusta perder el tiempo, a nadie le gusta, pero lo cierto es que solo creo que lo estoy malgastando cuando lo invierto en algo sin sentido. Por suerte, las mejores cosas de la vida tienen algún sentido. Ese paseo no suponía perder el tiempo cuando lo comencé. El paseo inútil, sí lo fue.

Me marchaba ya de mi reunión cuando una persona me ha dicho: La vida va de otra cosa.

Como persona altamente influenciable en momentos de debilidad, he decidido que el paseo de vuelta no podía ser inútil. Sin teléfono, sin auriculares y sin prisa he comenzado el camino de regreso. La playa llena de perros y sus dueños, que han formado esa pandilla mañanera que coincide a diario sin acordar la hora y acaba tomando el café en alguna terraza cercana. El paseo abarrotado de parejas de ancianos que charlan y se detienen, siguen charlando y se detienen de nuevo. Otras que quedan para caminar y duplicar los diez mil pasos recomendados. Los siempre fieles surferos y nadadores diarios. Un señor haciendo estiramientos de yoga con una elasticidad que yo envidiaría en mi mejor día. Dos trabajadores de la limpieza con detectores de metal. Un grupo de niños que por alguna razón hoy no había ido al colegio. No demasiados corredores, que esos madrugan más. Nada extraño. Lo habitual, lo que reconforta que siga ahí. Llegando al final del paseo, he visto a dos personas jugando a palas. Algo tan simple y tan común es lo único que me ha sorprendido. Para mí las palas siempre han sido sábados de junio o martes de agosto. Pero nunca lunes de octubre.

Me he hecho más de diez preguntas en un minuto. ¿No trabajan? ¿Quedan cada lunes para jugar a palas en la playa?¿Son conscientes de lo afortunados que son en este instante?

He sentido la misma envidia que siento cuando mi hermana me dice un lunes cualquiera que se ha preparado algo rápido para llevar y cuando salga de trabajar se irá a comer sola a la playa más cercana. O a una más allá, sin mala conciencia.  No se da su verdadero valor al lujo barato. Poder huir y regresar en apenas unas horas. Como un truco de magia.

Pienso en mi primer paseo veloz y echo la culpa a la ausencia de playa en mi vida porque siempre es más fácil culpar a quien no está. La culpa no es mía, por descontado.  Pienso en si jugaría a palas un lunes sin demasiado trabajo si viviese en la costa o si formaría una pandilla con quien tomar café a media mañana si tuviera un perro. Me pregunto si me bañaría en las frías aguas del cantábrico una mañana de invierno o si caminaría sin prisa con unas zapatillas adecuadas (con lo poco que me gusta a mí lo adecuado) por el mero placer de conversar. Caminar y detenerme.

Seguramente no. También hay un cierto placer inexplicable en correr con bailarinas y más peso del adecuado (otra vez esa palabra) y hasta en esperar una llamada que no va a llegar. Sí, la vida va de otra cosa. Pero a saber qué cosa.

Hacer la maleta mientras escucho un buen podcast se ha convertido en una tradición desde hace varios años. Consigo ser más efectiva en ambas cosas y, de alguna manera, es un preludio del verano que me da buena suerte. Como cuando un músico hace una extraña maniobra antes de un concierto y ya no sabe salir a cantar sin repetir la rareza. Maleta y podcast. Mi binomio.

En un folio doblado por la mitad donde tengo anotada la interminable lista de lo que quiero llevar, voy tachando según avanzo y giro el papel de vez en cuando para apuntar por detrás algo que acabo de escuchar en el podcast y que por nada del mundo quiero olvidar. Qué bueno esto que ha dicho. Que no se me olvide, voy a pensar mucho en ello los próximos días. Sigo anotando frases, referencias, ideas que pasan por mi cabeza mientras escucho.

Continúo con la maleta de manera metódica, con la misma solemnidad de quien monta un mueble de Ikea sabiendo que la falta de concentración supondrá un excedente dudoso de piezas. Me llevo el móvil conmigo por la casa porque no quiero parar el podcast. Me preparo un café, reviso por encima mis redes sociales y continúo. Anoto más cosas en el reverso del papel.

 

Termina mi programa y cierro la maleta. Hay muchas decisiones contenidas en esa hora y media. Un vestido que se queda y un pensamiento que se va. La última oportunidad que das a esas gafas que apenas usas o a ese proyecto que no acaba de salir. El botón de stop y el cierre de la cremallera son determinantes. Punto y aparte, que ahora necesito silencio. Salgo de viaje y guardo en el bolso ese papel lleno de tachones por un lado y de frases liberadoras por el otro. Me convenzo de que, cuando llegue, lo pasaré a limpio a mi libreta. Porque es algo que no quiero olvidar por nada del mundo, me vuelvo a recordar.

Llego a mi destino y deshago la maleta de inmediato. El papel se muda a la bolsa de la playa y se convierte en el marcador del único libro que he decidido llevarme. Termino el libro y alguien me pide un trozo de papel para anotar el teléfono de un restaurante y arranco la única esquina que aún está inmaculada. En la habitación del hotel me pongo un vaso de agua muy frío y lo apoyo sobre mi arrugada hoja, a falta de posa vasos. Un cerco redondo y húmedo enmarca alguna frase, la desdibuja.

La maleta de vuelta no requiere lista. Tampoco podcast. Me olvido del papel, que siempre acabo por perder. También me olvido de las frases, de lo importante que no debía olvidar.

Pero un día abro la cartera, en busca de algún ticket que debía conservar o de la milésima tarjeta de cliente de algún establecimiento y aparece ahí doblado, agazapado, pero resistiendo. Me pregunto si hay cosas que, por mucho que malogremos, abandonemos o incluso creamos haber perdido, están destinadas a quedarse porque no se pueden olvidar por nada del mundo.

Intento aguantar despierta. Pongo todas los medios que están a mi alcance para mantener mis párpados bajo control, pero acabo por caer rendida. Una serie, un libro, un podcast o alguna conversación no demasiado profunda, pocos más recursos me quedan. Mi primera semana en la universidad conocí a una persona que decía que dormir era perder el tiempo y llevaba su teoría hasta el extremo. Ni un minuto más de lo estrictamente necesario. No trataba de ser productivo las restantes horas del día, ni de sacar provecho a cada instante. Eso sería agotador. Simplemente sentía que era más dueño de su tiempo cuando era consciente de él. Desde entonces siempre me he sentido un poco culpable cuando practico la procrastinación consciente, que a menudo lo es.

Confieso que desde siempre me atraen las películas o series en las que aparece algún personaje complejo con una mente atormentada por visiones que no logra comprender. Entonces, aparece un científico paternalista pero a menudo con oscuras intenciones que le guía en la búsqueda de respuestas. El método oficial pasa por colocar diferentes sensores en la cabeza del personaje e introducirlo durante horas en una piscina de flotación. Así lo hacían al menos con los Precogs de Minority Report o con Eleven, en Stranger Things.

Hace unos días pasé una hora en la Sala de Columnas del Balneario de Las Caldas. Su piscina de flotación tiene una concentración salina similar a la del Mar Muerto y, al parecer, veinte minutos allí equivalen a cuatro horas de sueño. Cuatro reparadoras horas. Me fascinaba la idea de poder ahorrar ese tiempo.

Apenas llevaba cinco minutos y mi cuerpo ya se encontraba estabilizado y sumergido apenas unos centímetros bajo el agua. Todo salvo los ojos, la nariz y la boca. Una pequeña superficie de piel que te conecta con la vida. Tardé un par de minutos más en habituarme al sonido, a la falta de él. En ese momento en que la ingravidez y el silencio tomaron el control, yo lo perdí. No puedo jurar que no me durmiese, pero sí que mi cabeza se despejó. No fui con la idea de dejar la mente en blanco porque no sé hacerlo. Tampoco de pensar, de reflexionar o de solucionar. Ni siquiera de relajarme. Simplemente flotar. Porque no siempre la respuesta está en fluir, a veces lo que urge es emerger.

Pensé en los Precogs y en Eleven. Pensé en una canción que había escuchado esa mañana. Pensé en mis cosas. Puede que me durmiese unos instantes. Pensé en algunas personas.

Al abrir los ojos, con la luz cálida del antiguo rosetón de la capilla reflejándose en mis piernas, la sensación fue maravillosa. Calculé haber logrado el equivalente a unas diez horas de sueño.

Me acordé de mi amigo de la universidad, preguntándome si seguirá robando sueño al tiempo para no sentir que se le escapa. ¡Qué iluso! Ojalá pudiera decirle que ya tengo la respuesta y que solo necesita unos cuantos centímetros cúbicos de Mar Muerto en su dormitorio. Tan sencillo.

De vez en cuando aparece una imagen en tu cabeza que te hace dudar si es un recuerdo, un sueño, algo que tu imaginación ha creado o incluso una mezcla de todo ello. La clásica historia novelada.
Hace unos días recordé algo pero no era capaz de ubicarlo, de situarlo en un contexto que tuviera sentido. Era una imagen surrealista pero que podía dibujar con bastante nitidez. Era verano y yo estaba frente a un plato de lentejas como quien mira un cuadro que jamás pondría en su casa. Eso lo recuerdo bien, porque cuánto me gustan ahora y cuánto las odiaba entonces. Más que comer, aburría a mis lentejas con bailes cíclicos de cuchara a derecha y a izquierda, como si en el despiste de algún remolino estas fuesen a desaparecer. En ese momento, Juan Tamariz que estaba sentado a mi lado me decía:
– Si consigo sacar una carta que elijas de debajo de tu plato, te las comes. ¿Hay trato?
Desde luego que había trato. Ese plato llevaba impertérrito frente a mí una hora. Nada por arriba, nada por abajo. Solamente mi triste cuchara tratando de hacer el milagro que, hasta el momento, el mago no había obrado. Escogí, entre una baraja desplegada, una carta que él volvió a meter en el montón. Tras sucesivos movimientos ágiles de dedos, mezclados con lo que para mí era inoportuna palabrería que solo me despistaba, afirmó haber finalizado su hazaña.
– Ya está. Levanta el plato.
Y allí estaba. Podía haber sido la que yo elegí o cualquier otra. Puestos a ser exigentes, del mismo color. Que la emoción nubla, pero no tanto. Solo sé que mi carta estaba allí, donde hacía apenas unos minutos solo había migas. Imagino que cumplí el trato porque me tengo por mujer de palabra. La verdad es que no lo recuerdo porque todo lo demás dejó de tener interés.
Traté de confirmar este recuerdo con mi padre:
– ¿Pasó en Santander?
– No, fue en otro sitio. Fue más tarde.
Me despistó la ciudad y el momento, pero recordaba ese comedor, una estantería con la colección completa de Asterix y varias cámaras de fotos, una reluciente flauta travesera metálica colgada de una pared, música porque siempre sonaba música, las lentejas y la magia.
Sería poético pensar que ese instante mágico cambió mi infancia o que tomé alguna importante decisión que convertí después en doctrina, pero lo cierto es que aquello no pasó de una anécdota en la que yo desperté mi curiosidad por conocer el truco y la necesidad de imitarlo con la única finalidad de impresionar a alguien. Lo de siempre, el “mira cómo lo hago” que a veces alimenta mi vanidad.
Hoy es mi cumpleaños. Y aunque no lo pretendía, porque nadie con sentido común querría  acabar con la magia, con los años he ido destapando el secreto de aquel truco.
He descubierto que a veces la carta no está bajo el plato porque me esfuerzo en comprimirlo contra la mesa para que nada se cuele. Una se siente más segura cuando no hay sorpresas y encuentra lo que espera.
Otras, por el contrario, veo asomar la esquina de la carta y sé que está ahí. Entonces finjo no haberla visto y muevo el plato con un dedo hasta ocultarla, porque me asusta pensar que algo tan asombroso esté ocurriendo. Que me esté ocurriendo.
Un año más. Juraría que hasta con algo de magia y cartas bajo la mesa. Por mi parte, consigo mantener la curiosidad intacta, que no es poco.
Hay otra cosa que he descubierto. Que la emoción nubla. Y tanto que nubla. Pero es mucho peor no emocionarse que tener que entornar la mirada de vez en cuando para ver con claridad.

Esta semana volví al gimnasio, que lo tenía un poco abandonado. Cualquier entrenamiento acaba siempre con una buena sensación, la del trabajo cumplido y la endorfina desatada. Parece que nada puede estropear ese instante de satisfacción de sumergirte en agua caliente y continuar tu día. Nada, salvo descubrir que te has olvidado las chanclas cuando vas camino de tu relajante y merecida ducha y tienes claro que no tocarás el suelo de otra manera. Eso me dejó durante unos minutos  parada en el vestuario, como si una pequeña espera fuese a facilitar que apareciesen unas por arte de magia.

Mi madre decía que yo tenía la habilidad de recorrer media playa sin tocar el suelo cuando era pequeña. Durante algún tiempo, veraneamos en una localidad con una bonita playa pero que, en lugar de arena, tenía piedras, muchas piedras. Sigo teniendo cierta torpeza caminando por este tipo de playas. Siempre avanzo tratando de mostrar confianza y paso firme pero con la esperanza de que nadie me esté mirando porque mis pasos transcurren entre algún que otro “ay” y ligeros gestos de dolor que no me esfuerzo en disimular. Así que me imagino en una situación así siendo niña, visualizando todo un largo camino de peregrinaje desde la entrada de la playa hasta la orilla. Recuerda mi madre que, sin ningún tipo de pudor, desobedeciendo sus indicaciones y aumentando su vergüenza, yo avanzaba pisando las toallas de cualquier veraneante que se cruzara en mi camino. Como la rana que salta en un estanque de piedra en piedra. Imagino que, por suerte para mí, aquella playa estaba llena. Y la orilla no muy lejana.

Hay un momento en el que ya no puedes seguir evitando tocar las piedras. No a costa de pisar toallas o piernas o incluso cabezas. Y tienes que empezar a apoyar la planta del pie sobre esa superficie irregular, a veces muy caliente, otras, aristada. Casi siempre molesta. Y a buscar el equilibrio.

Me duché en el vestuario y no tuve que tocar el suelo. Sin detalles, que los magos no enseñan sus trucos.

Al final, siempre hay alguna forma de llegar hasta el agua. Cómo llegar es cada vez más importante.

Hay un capítulo de The Big Bang Theory donde el excéntrico Sheldon Cooper afirma no tener hueco en su vida para más amigos. Cuatro, ni uno más. Así que cuando uno de ellos comete un error – a su parecer imperdonable – Sheldon lo elimina dejando vacante una plaza en tan estimada y limitada lista. En una ocasión se plantea entre ellos la posibilidad de incorporar un miembro más a ese círculo de confianza así que tratan de convencerle de que siempre hay espacio para uno más, pero él se mantiene inalterable en sus convicciones. No puede abarcar más, ni lo pretende. Cuatro.

Tengo una libreta donde voy anotando recomendaciones que me han hecho, que he leído o he escuchado en algún medio. Siempre proceden de personas cuyo criterio valoro, cuya opinión comparto de manera habitual o, simplemente, personas que admiro y considero que cualquier aportación tendrá un valor especial. La criba se plantea complicada ya de partida. 

Así que atesoro listas enormes de libros, de entrevistas, de artículos, de series, de podcasts, de obras de arte que debo conocer, de sus autores, de galerías que debo visitar, de grupos de música nuevos, de restaurantes que no me puedo perder, de historias de edificios, de películas, de campañas de publicidad, de fotografías y de fotógrafos. Se empieza a parecer a esas publicaciones donde dice: “las 100 cosas que debes conocer antes de morir”. Yo supero con creces las 100, espero que eso ayude a prolongar mi vida. Notas en el móvil, apuntes en una libreta, pantallazos que acabo perdiendo o mensajes que me envío a mí misma por whatsapp.

Soy muy consciente de que nunca me pondré al día. Siento que corro tratando de llegar a la línea del horizonte. Y cada vez está más lejos, cada vez es mayor la distancia que nos separa. No sé muy bien por qué sigo corriendo tras ella.

Cada cierto tiempo freno en seco y me propongo aligerar. ¿Cuántos libros soy capaz de leer a la vez? ¿Cuántas series? ¿Cuántos amigos soy capaz de mantener? No cuenta la lectura en diagonal, tampoco en la amistad. Eso es otra cosa. Me refiero a la ejecución consciente de las cosas. Hace años mi amiga Laura me descubrió aquello de estar presente. Priorizar, hacer menos, hacerlo bien. Estoy pensando que hace tiempo que no escribo a Laura y por ahí no quiero aligerar. 

El exceso me hace perder el foco en ocasiones

Me cuesta encontrar el equilibrio en la balanza. Soy una persona de ganas, de muchas ganas. Me permito perderlas de vez en cuando porque un mes sin su abatimiento de dos días es un mes aburrido, pero cualquier chispa me enciende de nuevo. Y vuelvo a querer ver, hacer, ir, escuchar, aprender. 

Algunas veces trato de contagiar mis ganas a algunas personas con planes, con ideas, con proyectos que compartir y lo cierto es que no importa lo vehemente que sea mi discurso, las ganas no se contagian. Vienen de fábrica. Se tienen o no se tienen.

No sé si cuatro, el limitante número de Sheldon, es el adecuado. A priori lo veo escaso, muy escaso, pero qué sé yo, que siempre acabo desbordando.

Mi número mágico en libros, en canciones o en personas, está en aquellos a los que siempre acabo volviendo. Puede ser incluso uno. 

El secreto está en las ganas. 

Estos días he compartido con varias personas esa sensación que siempre te deja Madrid de irte a medias. Crees que has optimizado (que palabra tan terrible, por cierto) cada hora. Que has visto, que has comido, que has caminado, que has respirado, que has trabajado, que te has reencontrado, que has recargado, que has exprimido. Sin embargo, apenas dejas atrás su skyline, te invade un extraño vacío por lo que no has podido hacer, por las personas a las que no has podido ver.

Es una tontería, en realidad, porque sabes que puedes volver en cualquier momento, que vas a volver en cualquier momento. Sin embargo, en tu cabeza reordenas lugares y tiempos tratando de averiguar si podrías haber llegado a esa exposición si no te hubieras parado a tomar un café o si podrías haber dado ese abrazo si en lugar de pasear con calma Bárbara de Braganza, hubieras cogido un taxi para ganar treinta minutos. Es como cuando vas conduciendo y suena en la radio esa canción que tanto te gusta. Entonces te aproximas a un túnel y sabes que dejarás de oírla. Puedes ponerla en cualquier otro instante y escucharla una y otra vez, pero tu momento es ese y el túnel te la va arrebatar. Por mucho que ralentices la velocidad va a ocurrir. Quizá si hubieras salido de viaje cinco minutos antes o cinco después, quién sabe.

Madrid te alarga los días pero te roba tiempo.

Las frases más importantes caben en una sola línea, el remedio para el dolor en una pastilla, las horas de compañía en unos auriculares. Las ganas, en una bolsa de viaje a Madrid.

Esta vez he ido ligera de equipaje. La próxima vez tengo que meter unas cuantas horas más. Los por si acasos de siempre.

Mándame fotos, hija. Que así te veo. O sube algo.

Es un reclamo habitual de mi madre. Sencillo, pero que incumplo constantemente. No es que no quiera, es que no encuentro el qué, el cómo, el para qué. Nos hemos acostumbrado a la distancia, a las llamadas, a los mensajes de voz que tan cómodos le parecen y que no sabe finalizar. Nos vemos cuando el trabajo, la salud, los kilómetros y la vida nos lo permiten. Pero durante todo ese impasse, ella necesita ver a su hija. Yo a veces trato de explicarle que la rutina de mis días no tiene nada de fotografiable. Que mis trabajos son variados, no así mis hábitos. Así que con el tiempo se ha convertido en una ladrona de guante blanco de fotos de instagram. Sabe que esas fotos no representan más que unos minutos de un día cualquiera, pero como buena madre, en cada una detecta una mala noche, una risa contenida o una preocupación no manifiesta. Menudas son ellas.

Los mejores días no caben en una foto, ni en diez. Desbordan tanto por cada esquina que resulta imposible retenerlos en algo tan estático como una imagen. Los peores, ¿quién quiere recordar los peores?. La mayoría de los días no tienen nada de especial. Son sencillos, lineales, con sus pequeños momentos de felicidad regalada. Porque la felicidad no viene de serie. Por defecto somos pantallas en modo suspensión, consumiendo poca energía, reservándola para los momentos que la requieren. Pero en el momento menos esperado, un mensaje, una llamada, un abrazo o una foto cualquiera nos regala un pico de serotonina que nos saca de golpe de la más profunda hibernación.

Por eso, una foto en la que posas mientras te tomas un café una mañana soleada de invierno, puede ser más que suficiente para quien tiene ganas de verte.

Estás ahí, te echaba de menos.

Mañana vuelvo por aquí a buscarte.

Hace unos días me encontré teniendo un pensamiento absolutamente banal en un momento de lo más inoportuno. Algo inapropiado, según cómo lo mires.  Hasta hace relativamente poco, siempre me había molestado la gente que frivolizaba en conversaciones serias. Tenía la sensación de que ironizaban con lo que a mí me preocupaba o que convertían en intrascendente lo importante. En realidad, así era. No estaba equivocada. Mi error era pensar que aquello no era buena idea cuando ahora lo veo como una salida victoriosa. Algunas veces, hasta una ayuda necesaria. Una indulgencia ante una llamada socorro. Es cierto que existe una línea muy fina entre lo grosero o lo vulgar y el humor, bien tomado, inteligente. Hablo de lo segundo.

No estamos preparados para hablar de cualquier tema. No apetece, nadie quiere entrar en terrenos pantanosos. Es molesto hablar del compromiso dilatado, de los errores propios, de la muerte, de las decisiones pospuestas, de lo incómodo, de lo decadente, de lo que debes olvidar, de lo que nunca ocurrirá, de quien se fue, de lo que fue, del miedo injustificado que no se controla.

Y en aquella situación, donde yo debía permanecer moderadamente sensata, reflexiva, en todo caso presente, mi mente se escapó hacia un pensamiento, o un buen recuerdo, no lo sé. Probablemente un recuerdo novelado, que son mis preferidos. Y lo importante fue, durante un par de minutos, intrascendente.

Tengo el nuevo propósito de no aferrarme demasiado a un pensamiento concreto ni de ser muy firme con mis convicciones. De ofrecer nuevos principios si los actuales no son lo suficientemente complacientes, como Groucho. De agotar todos mis recursos de evasión antes de entrar en materias engorrosas. De simplificar. De aligerar. De practicar aquello de las Ginebras: Es lícito sentir placer por cosas que odias. También puedo vender este propósito, la frivolidad es un poco eso.

Que decía Manuel Alcántara que entre el vivir y el existir se va la vida.

Pero que se vaya más viviendo que existiendo.