la mujer portuguesa

Se salía el jueves. De hecho era el mejor día porque partías de un estado de energía difícil de superar. El viernes era un poco por obligación, porque ya no tenías cuerpo para nada. Es ese tipo de culpabilidad que desaparece con los años al rechazar un plan, pero por aquel entonces no era una opción. El sábado era para los profesionales, los del hat-trick.

Mi primer jueves fue una especie de rueda de reconocimiento. Por supuesto, nada de salir a cenar. Te pasaban a buscar y ya tenías que estar cenada y lista, porque la noche iba a ser larga y además no tenías coche, con lo que cualquier posibilidad de regresar por tu cuenta o de escabullirte en algún momento, pasaba a ser casi imposible.

A las once en punto estaba montada en aquel coche con un casi-desconocido. Y digo casi, porque una de mis mejores amigas del colegio le conocía y le había encomendado la misión de llevarme, de enseñarme, de presentarme y de devolverme sana y salva. Y si no confiamos en los amigos de la infancia, no sé en quién vamos a confiar. Así que sin dudarlo, me aventuré a conocer la ciudad y la noche con aquel ya casi-conocido a bordo de su “bala plateada”. No se me ocurre peor nombre para un coche. No se me ocurre un buen nombre para un coche, de hecho. Pero la bala, incapaz de superar los 80 km/hora a duras penas, con su gotera inoportuna y con sus ocho grados interiores debidos a la falta de una de las ventanas triangulares traseras, tenía algo que ya hubiesen querido muchos grandes coches. Nada más sentarnos, colocó su radio-casete extraíble marca Kenwood que de alguna manera había cableado y conectado a unos altavoces que hacían que aquello fuera lo más parecido a estar en un concierto.

La encendió y comenzó a sonar una canción: La mujer portuguesa. Yo no había escuchado nunca a “El Niño Gusano” y la letra de aquella canción no tenía ningún sentido para mí, pero de alguna manera comenzó a postularse como un himno de nuestras noches.

Cuando aparcábamos la bala, nos dirigíamos cada noche al mismo pub, donde nos separábamos cada uno en busca de sus amigos, de compañeros de clase, de baile o de barra. No éramos más que partenaires de viaje que compartíamos una canción. A última hora regresábamos al coche, sacábamos con cuidado la radio del asiento inferior donde la habíamos escondido, volvíamos a colocarla, a conectarla a los altavoces y subíamos a la zona universitaria. Siempre el mismo ritual. En los nueve kilómetros de trayecto, muchas veces nos reíamos con las anécdotas de la noche, me contaba acerca de algún ligue, a veces llorábamos (yo más que él) y muchas, muchísimas, nos limitábamos a escuchar la música en silencio.

Con el tiempo cambié de casa y ya no necesitaba hacer aquellos nueve kilómetros, ni la bala. Tampoco tenía con quien llorar y acabar riendo, ni alguien que me llevase, me enseñase, me presentase y me devolviese sana y salva. Pero lo peor es que no tenía con quien escuchar La mujer portuguesa y su letra sin sentido.

Algunos años más tarde entré en una tienda de Madrid a comprar un disco y ahí estaba él. No en la tienda, sino en el disco. Probablemente un día la bala dejó de funcionar, o quizá robaron la Kenwood a través de esa ventana trasera que jamás llegó a reponer. Y entonces, decidió poner él la música.

A menudo me preguntan qué llevo en el bolso. Casi siempre ocurre cuando pido a alguien que me lo sujete un instante y descubre con estupor que soy una especie de sherpa urbano.

En mi bolso cabe una vida o, al menos, el prólogo de una. Algunas veces trato de aligerarlo y de simplificarme, pero después pienso que si llega una catástrofe inesperada, el apocalipsis, una hecatombre o una pandemia, por ejemplo, y estoy en la calle, yo quiero que me pille con mis pertenencias, mis recuerdos, mi prólogo y mis miserias.

Siempre llevo la cartera, habitualmente con poco efectivo porque nunca me acuerdo de cogerlo y porque benditas tarjetas. Aunque esto sea algo que mi madre me reproche de por vida. Cómo se puede salir a la calle sin dinero. Llevo monedas que no consigo cambiar en tiendas ni cafeterías porque a la hora de pagar me avergüenza estar cinco minutos haciendo acopio y recuento. Poco efectivo también. Llevo unas cuantas llaves que identifico y alguna otra que no. Un día de estos debería dar un paseo por algunos lugares del pasado porque seguro que esas llaves siguen ahí por algo.

Llevo un libro que me entretiene cuando alguien llega tarde y que me acompaña cuando tomo un café sola.

Llevo el móvil con algún mensaje escrito que probablemente no envíe nunca. Siempre hay que pensar las cosas dos veces. A veces tres. Llevo el recorte de un artículo que a menudo vuelvo a leer aunque ya se han borrado algunas letras de doblarlo y abrirlo y doblarlo de nuevo.

Llevo una agenda que me recuerda reuniones, entregas, comidas y cumpleaños porque solo confío en lo que escribo a mano. Nunca reviso la página de los cumpleaños. Siempre quedo mal. Llevo un pequeño neceser que no estoy segura de que pudiese levantar una mala cara de un mal día pero cuya única finalidad es esa.

Llevo un metro. Nunca sabes si te vas a encontrar con la necesidad imperiosa de medir algo o te van a hacer una pregunta capciosa y vas a tener que dar un número a ojo. Mucha gente piensa que los arquitectos llevamos un medidor láser incorporado de serie. Son muchas las paredes que he medido con la escala “mi palmo pulgar-corazón son veinte centímetros”.

Llevo dos o tres cacaos, pintalabios, brillos o vaselinas porque no soporto la sensación de un labio seco o agrietado y me los muerdo más de la cuenta. Ahora con la mascarilla que nadie me ve, a traición. Me pregunto qué hace la gente tras la mascarilla. Muchas veces imagino que sonríen por lo que intuyo en su mirada o que tuercen la boca en señal de enfado porque sus cejas acompañan al gesto. Pero no sé dónde han quedado todas esas expresiones intermedias. La complicidad, el miedo, las ganas y la nostalgia estaban en esas expresiones intermedias. Ahora las imaginamos a nuestro favor, como cuando buscamos el clima para el fin de semana y la única web con validez es la que anuncia sol.

Jamás olvido mis gafas de sol. Me las recomendaron para las migrañas y es la excusa que necesitaba. La vida, como Instagram, a veces necesita ser vista a través de distintos filtros. Sin que te distraigan de la realidad, sin que pierdas la percepción real del color, pero que suavicen el impacto.

Llevo auriculares, por partida doble. No quiero que nada se interponga entre lo que tengo que escuchar y yo. Ni siquiera el audio graciosillo de tu amiga suena igual con el móvil en la oreja o con los auriculares. Como en Gran Hermano, todo se magnifica. Probad.

Llevo lápices, porque me gusta poder borrar lo que escribo, como los mensajes que no llego a mandar.

 

Las canciones llegan a nuestras vidas como los anuncios de las vacunas: para darnos algo de consuelo, esperanza y un ratito de amnesia selectiva. Esperamos de ellas una eficacia del 100% o más, puestos a pedir, pero en un momento de debilidad, estamos dispuestos a asumir temporalmente un porcentaje menor. Una canción tendrá mayor eficacia que otra según lo que busquemos en cada momento. Básicamente se trata de esperar a que llegue la tuya.

Pero sin duda, la música es medicina y es vacuna. Cubre el antes, el durante y el después.

En mi casa se ha escuchado mucha música desde que nací. Toda mi infancia estuvo vinculada por distintas razones a este mundo. Prueba de ello es un vinilo que guardamos, en el que sale mi cara de bebé feliz. No preguntéis más, es información irrelevante, creedme.

Yo crecí escuchando a Serrat, Aute, Los Bee Gees, Manhattan Transfer, Silvio Rodriguez, La Creedence o Elvis. Muy variado, como procede cuando estás entrenando el oído.

Siendo muy pequeña mi padre me enseñó el Quodlibet de Willy Geisler y practicábamos cada “bella melodía”: El clarinete, dulcemente, toca dua dua clarinete. Son canciones que no olvidas jamás.

Recuerdo que en algún curso, en el colegio nos dieron unas nociones básicas de guitarra y que con ella aprendí “el lobito bueno” de Goytisolo que por entonces interpretaba Paco Ibañez. Es posible que comenzase a ser rarita en ese momento de la infancia en que era perfectamente capaz de compatibilizar las canciones de Paco Ibañez con las de Parchís.La primera vez que escuché “La mala reputación” fue a Paco, no a Loquillo. Qué temazo, por cierto.

En una ocasión, tendría yo unos siete años, estuve en un estudio de grabación metiendo la voz de una niña en una canción solidaria para una campaña de Navidad. Con unos auriculares que no podía sostener en la cabeza y con una voz en off que me decía que tenía que doblar mi propia voz. ¿qué significaba eso? Yo me veía en ese estudio y os aseguro que tenía el mismo porte, alegría y confianza que todo el equipo que acompañó a Michael Jackson con el “We are the world”, así que salí de allí ansiosa de escuchar mi dulce y melódica voz por las emisoras de radio. En un acto de sucia traición me dieron el cambiazo y metieron a una niña-cantante de verdad que sí sabía doblar su voz al parecer. Qué poca vergüenza, qué manera de frustrar mi carrera a tan corta edad.

Unos años más tarde, a mi padre se le ocurrió la brillante idea de grabarnos a mi hermana y a mí interpretando algunos clásicos como “Up where we belong”, “Down Town”, “Piensa en mí” o “Qué será, será”. A día de hoy, estas grabaciones siguen siendo un arma arrojadiza y el método de chantaje más efectivo que existe entre nosotras. Solo la sutil amenaza de hacer pública una de ellas es una razón más que suficiente para dar un paso atrás y recular en lo que haga falta.

Nunca aprendí a tocar la guitarra, probablemente por mi más que conocida falta de paciencia. Y es algo de lo que siempre me arrepentiré, porque me pasé los años universitarios arrimándome sin ningún tipo de pudor a cualquier grupo de personas que no entendían reunión sin guitarra. Si sabías tocarla, ya tenías una amiga incondicional.

Porque a pesar del frustrado intento por apagar mi vocación artística, yo he seguido apostando por cantar. Por eso no bailo. Hay que centrarse en una única cosa para hacerla bien. Solo que cualquier oído no está preparado para entender mi voz. Así que, por prescripción sanitaria, condeno a escucharla a un grupo muy reducido de personas, normalmente con oídos bien adoctrinados.

Y sigo escuchando muchas canciones cada día, a la espera de aquella con eficacia 100% que todo lo cure.

Mientras tanto, practico como Aute: Entre la fe y la felonía, la herencia y la herejía, la jaula y la jauría. Entre morir o matar, prefiero amor, amar. Prefiero amar, prefiero amar. Prefiero amor, amar.

Este otoño ha sido muy raro. Y hablo en pasado porque dejó de serlo, otoño y raro, en el momento en que mi cabeza gritó “stop the count!”. Solo que Trump se amparaba en la quimera de que eso fuese a suceder y yo, dueña de mi propio contador, detuve el recuento de manera inmediata. Stop. Ya, Patricia.

El concepto de mirar hacia delante o el “hacia atrás ni para tomar impulso” no van conmigo. Me dan mucha pereza este tipo de ánimos impostados que nunca funcionan. Yo reivindico el derecho de abrigarme en la nostalgia cuando lo necesito. Y regocijarme en ella, si es necesario.

Hace unos días, Steinberg, uno de los ilustradores de The New Yorker compartía una playlist de Spotify llamada “Sad songs to make you happy”. Este hombre sí que me entiende. Compartimos la creencia de que no es necesario bailar, sonreir a la vida, ni buscar refuerzos positivos para paliar los días raros. Uno está como está y apaga el fuego como puede. A veces, con la manguera más cercana. Otras, toca hacerlo con tacitas de agua. Y mientras lo haces, puedes escuchar tus “sad songs” y no pasa nada.

La nostalgia se me escapa a veces de las manos. Me doy cuenta cuando miro el panel de la radio del coche y sé que no pienso cambiar el nombre de M80 por el nuevo. Siempre será M80. Cuando me dicen que mi correo de hotmail es obsoleto pero yo me mantengo en la resistencia. Cuando finjo escribir mis anotaciones y reuniones en alguna app del móvil de esas que parece que sincronizan la agenda con tu fase rem del sueño y con algún servidor de la NASA, pero en realidad, lo importante está en la libreta de mi bolso.

Lo que me gustaría realmente es que mi libreta fuese como la de Laure Valadier, la protagonista del libro de Antoine Laurain que anotaba en una libreta roja todo lo que le hacía ser ella. Lo que amaba, lo que odiaba o incluso lo que temía. ¿A quién le cuentas tus temores reales? A nadie, a tu libreta.

En mi libreta roja yo anotaría lo que me emociona. Pero no las cosas tristes que nos hacen llorar a todos, o a casi todos. Anotaría los momentos, las personas o los recuerdos que me quitan el aire durante un par de segundos y me obligan a volver a tomarlo con fuerza y con serenidad. Anotaría, por ejemplo, el sinfónico de Morricone y Williams organizado este año por la Fundación Princesa de Asturias en la Fábrica de Armas. La declaración de Colin Firth a Lúcia Moniz (adorada Aurelia) en Love Actually (sí, por encima de la de los músicos en la boda y los carteles a Keira). La novena Copa de Europa que ganó el Real Madrid. No olvidaré cuándo, cómo, ni con quién. El abrazo y el susurro de “Lost in translation”. La primera noche de cada verano en Zahara de los Atunes, justo en ese momento en que te das una ducha, te pones un camisón de tirantes y, con el pelo mojado, te sirves una copa de José Pariente muy muy frío y te lo tomas sentada en el porche mientras miras las palmeras, ese cielo de azul cerúleo a punto de oscurecer y piensas: gracias. “Aquellas pequeñas cosas” de Serrat. La comida de los domingos que hacía mi abuela, su olor. Escuchar a Carlos Marañón recordando a su mujer. La primera vez que vi iluminarse la Torre Eiffel desde la ventana de un restaurante. Algunos mensajes que recibo de personas a las que nunca he visto en persona. Los libros que subrayé y que nunca prestaré. Los vídeos de músicos en las calles de Nueva York que de pronto se despojan de gorra, gafas y barba y acaban siendo algún cantante que me encanta. Quiero estar ahí en ese momento. Otro olor, el de la trufa en el mercado y las calles de Sarlat. Las personas que te remueven por dentro. Las que te hacen reír (estas más que las primeras).

Yo me agarro a mis emociones, sean las que sean, cuando el otoño, además de otoño, es raro. Dejo que hagan conmigo lo que tengan que hacer sin poner fuerza, sin oponerme a nada y después, cuando me han zarandeado de un lado a otro, solo les pido que me miren a la cara y me digan, como Kamala Harris: “We did it Joe”.

Esta mañana he salido, como tantas otras, a recorrer las calles de Oviedo. Un par de recados pendientes, visitas de obra, una parada rápida para el café de media mañana…nada especial en principio.

Hace un tiempo descubrí que casi cualquier recorrido de mis rutas habituales, era susceptible de hacerse atravesando el Campo San Francisco. En realidad me da igual que llueva o que haga sol, son unos minutos de desconexión, de no encontrarme con nadie, de ordenar ideas. Incluso unos minutos de silencio, los justos para no echar de menos el ruido de fondo de la ciudad que tanto me gusta. Como siempre, hoy estaba perfecto. He cruzado el parque en ese preciso instante en que deja de llover, el cielo está contenido y me da una tregua para que lo camine a mis anchas sin tener que abrir el paraguas. Ejercer de flâneur es mi actividad favorita y la que menos practico últimamente.

Mientras lo atravesaba, me he mandado varias notas de voz. Desde que descubrí la posibilidad de hacer un grupo de whatsapp conmigo misma, es el grupo que más me entretiene. Es un chat muy variado: Cosas que tengo que hacer, cosas que tengo que dejar de sentir, cosas que me dan pereza, cosas que me interesan, cosas que apartar para siempre, cosas que recuperar. Cosas, muchas cosas.

Salgo del parque y me pongo un podcast. Están hablando de cómo ordenar los libros en una estantería. Por género, por autor, por nacionalidad…Pienso que yo no tengo tantos como para necesitar un orden tan riguroso. En la última mudanza quedaron varias cajas sin abrir en el trastero y solamente viajaron al salón mis imprescindibles. Pero sí tengo libros castigados. Cuando un libro me decepciona, cuando el autor no deja de increpar en twitter, cuando me resulta triste verlo por algún motivo, lo condeno durante una temporada a esa nueva y horrorosa moda de colocar los libros con el lomo hacia atrás. Y así se queda hasta que alguna razón de peso me mueve a levantar el castigo.

Paso por delante del Teatro Campoamor y me acuerdo de que, otra vez, se me ha olvidado comprar entradas para Madame Butterfly. Mañana cierra el Teatro también. Mi olvido, por una vez, no trae mayores consecuencias.

Son casi las once y necesito ya un café. La elección de hoy es más minuciosa que la de cualquier otro día. A partir de mañana el café será en el estudio, en soledad. Siempre pienso que si viviese en Gijón desayunaría a diario en el Dindurra. Me fascina su ambiente, su luz, su todo. Podría llevar el portátil y trabajar allí toda una mañana. En Oviedo, sin embargo, no he acabado de encontrar mi café, así que soy infiel y deambulo más aunque El Bombín frente al Reconquista sea uno de mis habituales.

Me quedo sin batería en los AirPods, adiós podcast. De todas formas, hoy no estoy concentrada, no estaba atendiendo.

Entro en el Café Colonial. No sé por qué. Creo que es la segunda o tercera vez que entro en muchos años, pero hoy parecía triste, pausado, contando las horas como otros tantos. Hay dos ventiladores de madera en el techo funcionando, no me había fijado nunca. Por un momento, me acuerdo de los veranos en Zahara y de las siestas bajo el ventilador. Aire acondiciondo jamás, yo quiero ventilador de techo. Bajo al sur a sentir calor, a que me sobre todo mientras duermo.

Mi amiga Natalia me manda un mensaje, siempre nos mandamos alguno a estas horas. Cuando se puede, compartimos el café de media mañana. Hoy no era posible. Está en otro y me cuenta que ha visto a los camareros tristes, que se despedían con un “feliz Navidad” como si toda esperanza de apertura no fuese viable.

Este noviembre tenía planeado irme con Natalia a Santander un fin de semana. No era un gran viaje, pero sí un gran plan. Vamos a posponerlo un poco, qué remedio. Eso me recuerda que los planes mejor a corto plazo y ejecutarlos.

Hago un par de visitas de obra. La gente está tensa, con plazos que aprietan, con incertidumbre de proveedores, con mascarillas que no dejan ver lo que sentimos en realidad. Porque aunque digan que es la mirada la que dice todo, últimamente poder apretar los labios bajo el anonimato que nos confiere la mascarilla, ayuda a contener una mala palabra o incluso una lágrima inoportuna.

De vuelta al estudio, paso por delante de La Paloma, todavía hay gente tomando el vermú. Me alegra, me gusta. El semáforo se pone en rojo y junto a mí se detiene una chica dentro de un coche. Es rubia, tiene el pelo largo y despeinado y la cara pálida y triste. Desde fuera da la impresión de que está teniendo un ataque de ansiedad, me parece ver que respira agitada. Yo soy muy peliculera y es posible que me lo esté imaginando. Pero me quedo disimulando, con mi móvil, mirando de reojo a través de las gafas de sol. Antes de que el semáforo cambie de color, empieza a llorar. El semáforo se pone verde, ella arranca de nuevo y continúa conduciendo mientras llora. Me da muchísima pena. Me apetece darle un abrazo.

Echo de menos los abrazos. Echo de menos todo lo que hace poco para mí era verdad y ahora no lo es.

En mi calle acaban de abrir una pequeña tienda de muebles de madera hechos a medida. Coqueta, de las que me gustan, de las que sé que voy a disfrutar. Hoy abren, mañana cierran. La madera tampoco es ‘esencial’.

Subo al estudio y pongo a cargar los auriculares. Me olvido de ellos. En realidad ahora lo que quiero es abrir la ventana y escuchar la obra de al lado, el trasiego de la gente que entra y sale de los locales, el ruido de las tazas y los vasos en la terraza de debajo. Es el podcast que necesito hoy.

Hace un par de días estaba leyendo Calypso, el libro de David Sedaris que tengo ahora entre manos. En un capítulo recrea una anécdota en la que él se muestra completamente borde con el camarero en un bar de aeropuerto. La escena en sí, no tiene nada nuevo que no hayamos visto o vivido en alguna ocasión:

Entras en una cafetería de alguna gran cadena en las que hay que pedir en una de esas barras con una gran nevera de cristal bajo ella llena de dulces y sándwiches. Pides un café, y un camarero que probablemente ni te esté mirando a la cara, te sugiere unas pastas estupendas que tienen para acompañarlo y las rechazas amablemente, pero el camarero insiste ofreciéndote una alternativa que también rechazas. Hasta ahí, todo normal. Aceptas que forma parte de la venta, que es su obligación y que, por supuesto, ni se ha parado un instante a valorar tus necesidades o gustos. Cualquiera de nosotros se habría limitado a un cordial ‘no, muchas gracias’ y se hubiera ido.

Pero Sedaris espeta al camarero un ‘No me ha dado ninguna vergüenza pedir el café ¿qué te hace pensar que me voy a achantar a la hora de pedir cualquier otra cosa?’ y acaba por marcharse de la cafetería sin pedir nada, completamente ofendido por la actitud del camarero. Alguna escena similar le sucede en la caja del supermercado y sus salidas, como es de esperar, son ocurrentes pero bastante incómodas.

 

Este capítulo me hizo gracia por lo absolutamente antagónica que soy yo. Y porque ante una situación similar, no habría dudado un instante en desintegrar a Sedaris con una profunda mirada asesina por ponerme en una situación tan bochornosa.

 

Porque cuando voy con alguien que se comporta así, soy ese tipo de persona que espera unos segundos a que mi acompañante se haya ido y me excuso ante al pobre agraviado. Discúlpale…ha tenido un mal día…se ha dado un golpe en la cabeza…es imbécil. Este tipo de justificaciones.

Porque soy también ese tipo de persona que puede tomarse sin contemplaciones una consumición que no he pedido si considero que el pobre camarero está desbordado en ese momento. De las que pide corregir una cuenta errónea como quien pide perdón. De las que no cambia jamás el regalo de una amiga aunque parezca que lo ha comprado mi enemigo. Soy ese tipo de persona que no sabe terminar una conversación porque decir adiós me parece descortés.

 

En el fondo, no es que sea idiota, o no tanto, aunque no culpo a quien esté pensando eso de mí en este momento. Es que huyo de la confrontación. Despavorida. ¿Sabéis eso de ‘más vale uno rojo que ciento colorado’?. No es para mí.

 

Por eso me gustan tanto esas series en las que los actores interpelan al espectador o le hacen partícipe de lo que está ocurriendo, rompiendo esa cuarta pared de la escena, como pasaba en The Office. Esos segundos de complicidad, de algún modo confesionales, que son absolutamente necesarios. Pero mi preferida en esto es, sin lugar a dudas, Phoebe Waller-Bridge en Fleabag, que utiliza ese recurso de manera impecable y directa. Mira a la persona qcon la que está hablando y antes de contestarle (sin duda alguna barbaridad), la historia se detiene, ella se gira y todo lo que pasa por su cabeza te lo está diciendo a ti. Punto. Es un cinismo perdonable, necesario incluso.

 

En las situaciones incómodas, en las evidentes, en las delicadas, en las complicadas, yo me veo así. Sonriendo a esa persona que tengo delante y parando el tiempo tres segundos mientras me giro hacia un imaginario espectador al que hago un comentario probablemente censurado. Solo que después retomo la historia, continúo con la más amable de mis sonrisas y me marcho con un ‘nada más, muchas gracias’. Y con el café y las pastas también.

 

 

 

 

 

Ya no se admira como antes. Pero es lógico, porque nos hemos olvidado de cómo se hace.

Puestos a buscar culpables, las redes sociales – tan útiles y prácticas para muchas cosas – han sido un tanto premonitorias de esta situación.

Posiblemente porque generan una falsa creencia de cercanía que desmitifica a las grandes figuras. Hace un tiempo, tú admirabas a un músico, a un cocinero, a un escritor, a un pintor o a un actor. (Y cuando digo un también digo una, permitidme la practicidad). Para empezar, no había forma humana de acceder al personaje. Tu aproximación más real se reducía a un concierto, un estreno, una firma de libros o algún tipo de encuentro popular esporádico. Hasta aquí, muy similar a lo que ocurre en la actualidad. Pero si querías contactar con el personaje, a veces, solo a veces, lograbas dar con un apartado postal al que enviar una carta que casi nunca sabías si alguien había podido leer o si simplemente había acabado en la basura junto a otras tantas.

Entonces llega Instagram, y creemos que la fama se ha democratizado y que cualquier persona está a un simple comentario de nuestro alcance. Para decir ‘qué bien lo haces’, para decir ‘qué mal lo haces’.

Lo del ahorro léxico es otro tema. Parece que nos cobran por palabra. O mejor dicho, por pensar palabras. Así que nos limitamos a repetir expresiones estandarizadas.

Imagino a alguno de aquellos artistas en ese maravilloso proceso ya casi olvidado de abrir meticulosamente un sobre, sacar con cuidado y desdoblar una hoja manuscrita y leer: “Muy fan. Carita sonriente/besito“

No me voy a meter con el uso desmedido de emojis, lo prometo. Bueno, es mentira, pero lo voy a intentar. Soy partidaria del emoji antes que nada. El emoji de agradecimiento a tu tiempo por escribirme, por leerme. El emoji que humaniza en un solo carácter a la persona que está detrás y que no tiene tiempo de contestar a todo el mundo. Yo lo uso, culpable. Pero cuando el dibujito incomoda y dificulta la lectura, ya no le veo la gracia.

Hace unos días decía Sánchez Dragó en twitter : “Los seres humanos, a diferencia de los animales, están en posesión de un lenguaje articulado. Solo los niños, cuando no saben leer ni escribir, recurren a los dibujitos para expresarse. En los adultos es pereza o estolidez.”

Me reafirmo, se nos ha olvidado admirar de verdad, con fidelidad, con continuidad, con vehemencia y con dedicación. Y no admirar cuando conviene, admirar por moda o hacerlo a golpe de clic.

Por supuesto, después está el arte de saber ser admirado y que no todo el mundo tiene. Si te contesta con palabras, ha leído tu carta.

Si no fuese porque iba a llenarse de telarañas, me abría un apartado postal con su casilla metálica y su llave numerada que solo yo poseo.

Y lo sé, es más romántico en mi cabeza.

Hay meses del año que no me han gustado nunca.

Probablemente porque los asocio a algún acontecimiento desafortunado de mi pasado, pero el vínculo que se crea en mi cabeza entre el mes y el recuerdo, es difícil de romper. Así que cuando llega, estoy deseando que se vaya, como un mal invitado que te incomoda todo el rato. Es como ponerle a un hijo tuyo el nombre de un ex, algo impensable, aunque fuese de hace mil años. O como reconciliarte con esa comida que llegaste a odiar en el colegio. No importa cómo te la presenten ahora, ese plato formará siempre parte de tu lista de “cosas que no”. Hay hechos que de alguna manera dejan su impronta en tu vida y condicionan tus decisiones para siempre.

Lo mismo ocurre al contrario. Y mayo siempre ha sido generoso y agradecido conmigo.

En el ranking de meses, creo que podría quedar en un buen puesto. La historia lo demuestra. La general, y la mía en particular.

Por tener, mayo tiene revolución, cuadro de Goya y canción de Krahe. Para todos los gustos.

Un mes de mayo se inauguró el Empire State y fue también en mayo cuando yo subí por primera vez a su terraza mientras sonaba el clásico New York, New York. Y por cierto, fue un triste día de mayo cuando murió el gran Sinatra.

Mayo tiene refranes que hablan de flores, de agua y de sayos, aunque ahora hablarán de fases y desescaladas. Y me cuesta encontrar su parte romántica.

Este mayo yo tenía una cita con los cafés de Saint-Germain-des-Prés y con algún nuevo local de Canal Saint-Martin,  pero no podrá ser. Tampoco me sentaré en Champ de Mars a observar la Torre Eiffel como si fuera la primera vez. ¿Sabéis qué mes abrió la Torre por primera vez sus puertas al público?.

En mayo ha nacido gente muy interesante. Mi amiga Andrea diría que son consecuencias de agosto y el calor, y no le falta razón. Nacieron, por ejemplo, Ramón y Cajal y Sigmund Freud, pero este año, con su permiso, felicitamos a otros no menos honorables médicos, sea o no su cumpleaños.

Hace un año, en mayo, Jabois publicaba su Malaherba. Ahora su obra pasa el confinamiento en la estantería de mi salón, junto a la segunda edición del libro de Javier Aznar, de mayo también, por cierto. Cada vez que paso por delante y leo en su lomo ¿Dónde vamos a bailar esta noche? me pregunto cuánto tiempo tardaremos en responder a esa pregunta.

En mayo siempre hay algún estreno de peli de super héroes. No falla. Raro es no ver un Lobezno cada vez más decadente, un Anakin atormentado o una decimocuarta versión de Spiderman. Yo es que las veo todas.

Y hablando de héroes, fue un 3 de mayo como hoy, hace diez años, cuando nos dijeron que se podía operar, y se operó.

Mira si es importante mayo.

Feliz día mamá. Sabes que no soy muy espléndida en lo personal por estos lares, pero este día se merece una excepción.

foto : Mercedes Blanco Fotografía (ig @dadalacoyuntura)

 

 

 

 

Llevo doce días encerrada en casa y esta reclusión no ha hecho más que confirmar una teoría que yo ya presentía desde hace tiempo: soy lenta, muy lenta. Y los lentos llegamos tarde a todo.

 

Cuando comenzó el confinamiento, se me ocurrió que quizá yo pudiese ser útil compartiendo algunos de mis trucos de organización y planificación en la compra y la cocina. Porque otra cosa no, pero organizada soy un rato. No habían pasado ni 48 horas y mi Instagram era una base de datos de recetas, de gestión semanal y de manuales de supervivencia donde tú misma podías hacer tu propio pan o aprender a dosificar el papel higiénico.

 

Así que pensé que quizá podría compartir algunas pautas de mi práctica deportiva en casa y que sin duda, le resultaría de utilidad a alguien. Jamás se me hubiera ocurrido pensar que estaba rodeada de auténticas reinas del fitness. ¡Qué maestría!¡Qué dominio de la mancuerna, de la tabla alta, del perro boca abajo y de la invertida mientras leen el último premio Planeta!. Digno de admiración, de verdad.

 

Hablando de lectura, me dije: voy a contar lo que me estoy leyendo, lo que quiero leer y lo mejor de lo que he leído últimamente. Aquí más que por un exceso de información, me eché atrás por una cuestión de prudencia. Porque quizá este es el momento perfecto para leer todos esos libros que nunca tuviste tiempo de empezar o para volver a dar una oportunidad a aquellos que no leíste en el momento adecuado de tu vida (de estos últimos yo tengo unos cuantos en la librería). Pero por descontado, hay opciones antes de poner en riesgo de contagio a ningún transportista, porque en este mes de clausura tienes que leer, sí o sí, ese libro que alguien te recomendó por redes sociales.

 

Comencé a ver cómo, según avanzaban los días,  profesionales de diversos sectores ofrecían desinteresadamente sus conocimientos al servicio de la población: psicólogos, abogados, matronas, deportistas…No lo veía claro en mi caso: Hola, me llamo Patricia, soy arquitecta y organizo eventos. Te asesoro sobre la reforma que ahora no puedes hacer o sobre cómo montar una fiesta en casa estando tú solo.

 

Sin futuro. Una vez más.

 

Lo que os decía, lenta e inútil. Absolutamente inútil en un momento de crisis, de aislamiento, de cambio.

 

Los rápidos y  ágiles de mente, no como yo, se ocuparon de diseñar apps, de inventar juegos, de crear un sinfín de actividades lúdicas y formativas que fácilmente puedes llegar a completar comenzando sin demora a las 8.00 a. m. y concluyendo a la hora en que todo se frena para aplaudir a los verdaderos héroes de esta película.

 

Doce horas de diversión garantizada. Doce horas con la cabeza ocupada. Doce días que pasan sin que te des cuenta.

 

Así que doce días después, reivindico mi derecho a ser lenta, a no ser útil , a ocupar el día como quiero y como puedo, a no estar hiperactiva, a seguir disfrutando de lo que disfrutaba hace apenas una semana, a no arreglarme un día ( o dos)  o a pintarme los labios de rojo para sentarme a trabajar, a tener miedo algunas mañanas y ansiedad algunas noches.

 

Esto va de lo contrario. De darnos cuenta, de parar. Como siempre, hemos entendido el mensaje al revés.

 

Como dice mi amiga Laura, just flow.

Hace unos días volví a trabajar en un evento relacionado con la cosmética de la mano de mi buen amigo Pelayo Del Pozo, farmacéutico del Grupo VenSalud de Asturias. Durante este último año, una de las farmacias del Grupo ha sido objeto de una gran transformación. Un cambio que, si bien parece tener solamente un carácter estético de actualización de sus instalaciones, también responde a una estrategia de desarrollo con la que el Grupo lleva trabajando mucho tiempo. Potenciar la importancia del consejo farmacéutico, crear espacios para la atención personalizada de sus clientes así como desarrollar diferentes acciones que tendrán lugar a partir de septiembre en su farmacia América.

Precisamente como antesala de estas acciones, el Grupo VenSalud organizó la semana pasada un brunch dirigido a un pequeño grupo de asistentes, todos ellos con un vínculo común: su interés (personal o profesional) por la estética, por el cuidado del detalle, por la calidad.

En calidad de asistente, de fotógrafa y de amiga, como no, contamos con la fotografía de Mercedes Blanco. Por mi parte, colaboré con Pelayo en el desarrollo de la idea, la comunicación en redes y la puesta en escena del brunch. Además, tuve la suerte de ser a la vez asistente. Y os aseguro que fue una mañana de lo más entretenida.

Para las flores, contamos nuevamente con. la presencia de Materia Botánica (la nueva tienda de Pando Floristas en Oviedo).

María Ignacia Iturmendi, diseñadora de joyas (Quirós joyas) y Marcos Luengo, que a pocos días de presentar su nueva colección en la MBFW tuvo la amabilidad de asistir a nuestro desayuno.

La maquilladora Reyes Tabarés, y yo a su lado. Reyes me ha maquillado en diversas ocasiones. Es espectacular ver su forma de trabajar y la luz que deja en la piel. Conocíamos su interés por la cosmética y los cuidados faciales así que no podía faltar en este desayuno.

El gran chef asturiano Marcos Morán (Casa Gerardo) junto a Macarena Castaño, una de las artífices de la marca «La señorita».

Carmen Ordíz, sommelier, crítica gastronómica y creadora de «G de gastronomía», fiel desde siempre al Grupo VenSalud, nunca a falla en nuestros eventos.

Clara Cimas, CEO del Grupo Dazen y también fiel al consejo farmacéutico del Grupo VenSalud.

Y por supuesto Pelayo Del Pozo, compañero de proyectos, incansable como yo, siempre tratando de hacer que en Oviedo ocurran cosas y de que por fin, pongamos en valor todo (y a todos) lo que tenemos en Asturias.

Y no me quiero olvidar de Paula González-Cueva, la madre de Pelayo, una de esas personas elegantes por fuera y por dentro y un bellezón de mujer. Gracias por tu paciencia Paula.

Como suele ser habitual, Mercedes Blanco tras la cámara no hace acto de presencia en este post. Pero vosotros sabéis que está, aunque no se deje nunca ver.